Acostado en la cama, arropado todo
menos la cabeza, el sudor sale de su cuerpo producto del vértigo en que lo
sumergen sus sueños, cada gota se desliza sobre su amplia frente y su cabello
se humedece poco a poco, la velocidad del movimiento de sus ojos bajo sus párpados
es por desesperación y simultáneamente su rostro está congelado con la
expresión de un gemido que no sale de sus labios, que entre respiro y respiro,
muerde hasta despellejar. Es tal la intensidad de su vértigo que su cuerpo da a
la habitación un resplandor blancuzco que ilumina la noche.
Está atrapado en el umbral de la
psicodelia que es morir y sobrevivir, como una mosca en el centro de una
telaraña bamboleante bajo el paso de la negra araña en la purpuridad de la
noche, se estremece y brinca sin ser liberado por los hilos de seda de su cama.
Su mente es la presa decidiendo si rendirse ante su cuerpo y liberarse o
sucumbir y ser desgarrado para disolverse en su alma.
Su padecimiento es el fruto, ahora seco,
del oasis que con sus propias manos arrancó desde sus raíces del desierto que
debe caminar. Su oasis, de tamaño moderado pero siempre imponente, en lo que
parecía ser el gran baricentro de su universo.
Ese oasis con su agua turbia y
revuelta pero refrescante, con palmeras pequeñas que apenas comenzaban a crecer
y sin embargo de abundantes hojas para acobijar los arbustos que debajo de
ellas yacían, arboles de olivo y albaricoque ofreciendo su fruto para clavarle
el diente obscenamente y que sus jugos se deslizaran por sus cachetes cuando
los ponía en su boca. Las plantas aparecían simétricamente y le ofrecían abrigo
y lecho. En las noches de tormentas, toda su fauna se estrellaba, con la misma
fuerza que los rayos se metían en la aridez circundante, contra la arena que se
sublevaba. El sol abrasante y cruel que quería aniquilarlo, ahí no tenía poder
alguno.
Él vivió desesperado por caminar ese desierto
solo, sin nada más para ver que las dunas y planicies de arena, sin embargo en
medio del sol y la sed siempre estaba su oasis, siempre regresaba ahí para
conseguir fuerzas y volver a atravesar las arenas que lo separaban del mundo.
Hasta que al fin lo entendió, no debía atravesarlo, debía dejar cargas y
elevarse, volar con ligereza y risas para andar sobre las nubes frescas y
libres.
¡Oh tantas noches! noches que pasó en
su oasis viendo las estrellas brillar con intensidad sobre la negrura del cielo,
brillaban tanto que nunca estaba en la oscuridad absoluta y parecía que solo estirándose
un poco las podía alcanzar. Ahora entre las nubes no distingue entre día y
noche, luz u oscuridad, no hay estrellas complaciendo su vista mientras descansa,
no hay descanso, todo el tiempo tiene que permanecer volando, ahora está
agotado por su ligereza y la sed que antes salía de sus impulsos de lucha hoy
proviene de su nulidad. Aspirar a los manjares de su oasis para él es como
querer beberse el desierto del que tanto huyó.
De ese oasis ya nada queda, y su
mención es burla de todo lo que fue y ya no es.
Esta noche su sudor refresca el calor
que siente en su piel, por las pesadillas que lo persiguen, pesadillas del desdoblamiento que lo hace verse atrapado gritando y rugiendo y sin embargo no
reacciona ante el atisbo de sí mismo, está frío y distante esperando el momento
en que su cuerpo y mente actúen como deben actuar...
Soledad, al principio eras un desierto sin
humanos que lo envolvía, ahora es un desierto sin humanidad el que lo
acompaña. Y él simplemente espera el amanecer de alguien que ya anocheció sin
incluso ser día.